martes, 24 de abril de 2018

Jean Paul Sartre - Prólogo Al Libro De Frantz Fanón “Los Condenados De La Tierra”


Prefacio 

No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquellos y estos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada desde la nada servían de intermediarios. 

En las colonias, la verdad aparecía desnuda; las «metrópolis» la preferían vestida; era necesario que los indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. 

La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les hacía volver a su país, falsificados. 

Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Amsterdam nosotros lanzábamos palabras: «¡Partenón! ¡Fraternidad!» y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: «¡...tenón! ¡...nidad!». Era la Edad de Oro. 

Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas y negras, seguían hablando de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad. Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que hemos hecho de ellos! 

No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a los asiáticos, había creado esa especie nueva: los negros grecolatinos. Y añadíamos, entre nosotros, con sentido práctico: hay que dejarlos gritar, eso los calma: perro que ladrador poco mordedor. Vino otra generación que desplazó el problema. 

Sus escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad de su vida, que no podían ni rechazarlos ni asimilarlos del todo. Eso quería decir, más o menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su humanismo pretende que seamos universales y sus prácticas racistas nos particularizan. 

Nosotros les escuchábamos, muy tranquilos: a los administradores coloniales no se les paga para que lean a Hegel, por eso lo leen poco, pero no necesitan de ese filósofo para saber que las conciencias desgraciadas se embrollan en sus contradicciones. Eficacia nula. Perpetuemos su desgracia, no surgirá sino el viento. Si hubiera, nos decían los expertos, la sombra de una reivindicación en sus gemidos, sería la de la integración. 

No se trataba de otorgársela, por supuesto: se habría arruinado el sistema que se basa, como sabéis, en la sobreexplotación. Pero bastaría ponerles delante de los ojos el palo con la zanahoria: galoparían. En cuanto a la rebeldía, estamos muy tranquilos. ¿Qué indígena consciente se dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único fin de convertirse en europeo como ellos? 

En resumen, alentábamos esa melancolía y no nos parecía mal, por una vez, otorgar el premio Goncourt a un negro: eso era antes de 1939.

Escuchad: «No perdamos el tiempo en estériles letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Hace siglos... que en nombre de una pretendida “aventura espiritual” ahoga a casi toda la humanidad». 

El tono es nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un africano, un hombre del Tercer Mundo, un ex colonizado. Añade: «Europa ha adquirido esa velocidad de locura, desordenada... que va hacia un abismo del que vale más alejarse». En otras palabras: está perdida. 

Una verdad que a nadie le gusta aceptar, pero de la que estamos convencidos todos -¿no es cierto, mis queridos europeos?- convencidos. Hay que hacer, sin embargo, una salvedad. 

Cuando un francés, por ejemplo, dice a otros franceses: «Estamos perdidos» -lo que, por lo que yo sé, ocurre casi todos los días desde 1930- se trata de un discurso pasional, lleno de rabia y de amor, y el orador se incluye a sí mismo con todos sus compatriotas. Y además, casi siempre añade: «A menos que...». Todos ven de qué se trata: no puede cometerse un solo error más; si no se siguen sus recomendaciones al pie de la letra, entonces y solo entonces el país se desintegrará. 

En resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad nacional. Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se precipita a la perdición, lejos de lanzar un grito de alarma hace un diagnóstico. 

Este médico no pretende ni condenarla sin remedio -otros milagros se han visto- ni darle los medios para sanar: comprueba que está agonizando, desde fuera, basándose en los síntomas que ha podido recoger. 

En cuanto a curarla, no: él tiene otras preocupaciones; le da igual que se hunda o que sobreviva. Por eso su libro es escandaloso.  Y si murmuráis, medio en broma, medio molestos: «¡Qué cosas nos dice!», se os escapa la verdadera naturaleza del escándalo: porque Fanon no os dice absolutamente nada; su obra -tan ardiente para otrospermanece helada para vosotros; con frecuencia se habla de vosotros en ella, jamás a vosotros. 

Se acabaron los Goncourt negros y los Nobel amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados. Un ex indígena «de lengua francesa» adapta esa lengua a nuevas exigencias, la utiliza para dirigirse únicamente a los colonizados: «¡Indígenas de todos los países subdesarrollados, uníos!». 

Qué decadencia la nuestra: para sus padres, éramos los únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni siquiera interlocutores válidos: somos los objetos del razonamiento. Por supuesto, Fanon menciona de pasada nuestros crímenes famosos, Setif, Hanoi, Madagascar, pero no se molesta en condenarlos: los utiliza. 

Si descubre las tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y oponen a los colonos y los «de la metrópoli» lo hace para sus hermanos; su finalidad es enseñarles a derrotarnos. En una palabra, el Tercer Mundo se descubre y se expresa a través de esa voz. 

Ya se sabe que no es homogéneo y que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos sometidos, otros que han adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por conquistar su soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la libertad plena viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión. 

Aquí la metrópoli se ha contentado con pagar a algunos señores feudales; allá, con el lema de «divide y vencerás», ha fabricado de la nada una burguesía de colonizados; en otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de explotación y de población. Así Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado por todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las sociedades colonizadas. 

Fanon no oculta nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no son sino una sola. 

En el fuego del combate, todas las barreras interiores deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y los compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el lumpenproletariado de los barrios miserables, todos deben alinearse en la misma posición de las masas rurales, verdadera fuente del ejército colonial y revolucionario; en esas regiones en donde el desarrollo ha sido detenido deliberadamente por el colonialismo, el campesinado, cuando se rebela, aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al desnudo, la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de todas las estructuras. 

Si triunfa, la Revolución nacional será socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada toma el poder, el nuevo Estado, a pesar de una soberanía formal, quedará en manos de los imperialistas. 

El ejemplo de Katanga lo ilustra muy bien. Así pues, la unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse, que ha de pasar en cada país, tanto después como antes de la independencia, por la unión de todos los colonizados bajo el mando de la clase campesina. 

Esto es lo que Fanon explica a sus hermanos de África, de Asia, de América Latina: realicemos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. 

No oculta nada: ni las debilidades, ni las discordias, ni las mixtificaciones. Aquí, el movimiento tiene un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde velocidad; en otra parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario que los campesinos lancen al mar a su burguesía. 

Se advierte seriamente al lector contra las alienaciones más peligrosas: el dirigente, el culto a la personalidad, la cultura occidental e, igualmente, el retorno al lejano pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que se forja en el combate. 

Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos podemos escucharlo: la prueba es que tenéis este libro entre vuestras manos; ¿no teme que las potencias coloniales se aprovechen de su sinceridad? No. No teme nada. Nuestros procedimientos están anticuados: pueden retardar ocasionalmente la emancipación, pero no la detendrán. 

Y no hay que imaginar que podamos modificar nuestros métodos: el neocolonialismo, ese sueño lánguido de las metrópolis, no es más que aire; las «terceras fuerzas» no existen o bien son las falsas burguesías que el colonialismo ya ha colocado en el poder. 

Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras. El colono no tiene más que un recurso: la fuerza cuando todavía le queda; el indígena no tiene más que una alternativa: la servidumbre o la soberanía. 

¿Qué puede importarle a Fanon que vosotros leáis o no su obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas malicias, seguro de que no tenemos alternativa. A ellos les dice: Europa ha dado un zarpazo a nuestros continentes; hay que azuzarle hasta que las retire. 

El momento nos favorece: no pasa nada en Bizerta, en Elizabethville, en el campo argelino sin que la tierra entera sea informada; los bloques asumen posiciones contrarias, se controlan mutuamente, aprovechemos esa parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la haga universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará con la paciencia del cuchillo. Europeos, abrid este libro, penetrad en él.

Después de dar algunos pasos en la oscuridad, veréis a algunos extranjeros reunidos en torno a un fuego, acercaos, escuchad: discuten de lo que piensan hacer con vuestras factorías, con los mercenarios que las defienden. Quizá estos extranjeros se den cuenta de vuestra presencia, pero seguirán hablando entre ellos, sin tan siquiera bajarán la voz. 

Esa indiferencia hiere en lo más hondo: sus padres, criaturas de las sombras, vuestras criaturas, eran almas muertas, vosotros les quitasteis la luz, no hablaban sino con vosotros y vosotros ni siquiera os tomabais la pena de responder a esos zombis. 

Los hijos, en cambio, os ignoran: los ilumina y los calienta un fuego que no es el vuestro. Vosotros, a cierta distancia, os sentís furtivos, nocturnos, estremecidos: a cada cual su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los zombis sois vosotros. En ese caso, os diréis, arrojemos este libro por la ventana. ¿Para qué leerlo si no está escrito para nosotros? 

Por dos motivos, el primero porque Fanon explica a sus hermanos cómo somos y les descubre el mecanismo de nuestras alienaciones: aprovechadlo para descubrirnos a nosotros mismos en nuestra verdad de objetos. 

Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos. ¿Resulta útil? Sí, porque Europa está en gran peligro de muerte. Pero, os diréis, nosotros vivimos en la metrópoli y reprobamos los excesos. Es verdad, vosotros no sois colonos, pero no valéis más que ellos.

Son vuestros pioneros, vosotros los enviasteis a las regiones de ultramar, os han enriquecido; les previnisteis: si hacían correr demasiada sangre, los desautorizaríais con la boca pequeña; de la misma manera, un Estado -cualquiera que sea- mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les sorprende. Vosotros, tan liberales, tan humanos, que lleváis el amor por la cultura hasta el preciosismo, hacéis ver que olvidáis que tenéis colonias y que allí se asesina en vuestro nombre. 

Fanon revela a sus camaradas -a algunos de ellos, sobre todo, que todavía están demasiado occidentalizadosla solidaridad de los «metropolitanos» y de sus agentes coloniales. Tener el valor de leerlo: la primera razón es porque os avergonzará y la vergüenza, como ha dicho Marx, es un sentimiento revolucionario. Como podéis ver, yo tampoco puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. 

Yo también os digo: «Todo está perdido, a menos que...». Como europeo, me apodero del libro de un enemigo y lo convierto en un medio para curar a Europa. Aprovechadlo. La segunda razón es que si descartáis la verborrea fascista de Sorel, veréis que Fanon es el primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la partera de la historia. 

Y no creáis que un temperamento demasiado ardiente o una infancia desgraciada le ha dado algún gusto singular por la violencia: él es simplemente el intérprete de la situación: nada más. Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la hipocresía liberal os oculta y que nos ha producido a nosotros lo mismo que a él. 

En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los obreros como envidiosos, desquiciados a causa de groseros apetitos, pero aceptaba incluir a esos seres brutales en nuestra especie: de no ser hombres y libres: ¿cómo podrían vender libremente su fuerza de trabajo? En Francia, en Inglaterra, el humanismo se presume universal. 

Con el trabajo forzado sucede todo lo contrario. No hay contrato. Además, hay que intimidar: la opresión resulta evidente. Nuestros soldados, en ultramar, rechazan el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin someterlo o matarlo, plantean como principio que el colonizado no es el semejante del hombre. 

Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir a los habitantes del territorio anexionado al nivel de monos superiores, para justificar que el colono los trate como bestias. 

La violencia colonial no se propone solo mantener en su lugar a los hombres sometidos, trata, además, de deshumanizarlos. Nada se ahorrará para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. 

Desnutridos, enfermos, si resisten todavía el miedo acabará de someterlos: se apuntan fusiles contra los campesinos; llegan civiles que se instalan en sus tierras y con el látigo les obligan a cultivarlas para ellos. Si se resiste, los soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su persona. Toda esta operación se hace abiertamente, con las teorías de los expertos: los «servicios psicológicos» no datan de hoy. 

Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a pesar de tantos esfuerzos, no se alcanza el objetivo buscado: ni en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde, recientemente, se agujereaban los labios de los descontentos para cerrarlos con candados. Y no pretendo que sea imposible convertir un hombre en bestia. 

Solo afirmo que no se logra sin debilitarlo considerablemente; no bastan los golpes, hay que presionar con la desnutrición. Es el problema que hay con la servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un lacayo acaba por costar más de lo que rinde. Por esa razón, los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, el indígena. 

Golpeado, subalimentado, enfermo, temeroso, pero solo hasta cierto punto, tiene siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos rasgos de carácter: es perezoso, taimado y ladrón, vive de cualquier cosa y sólo se le puede doblegar por la fuerza. ¡Pobre colono!, su contradicción queda al desnudo. Debería, como, según se dice, hace el genio, matar al que captura. Pero eso no es posible. 

¿No hace falta acaso explotarlos? Al no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el embrutecimiento animal, pierde los estribos, la operación se invierte, una implacable lógica la llevará hasta la descolonización. Pero no de inmediato. 

Primero, reina el europeo: ya ha perdido, pero no se da cuenta; no sabe todavía que los indígenas son falsos indígenas; afirma que les hace daño para destruir el mal que existe en ellos; al cabo de tres generaciones, sus perniciosos instintos ya no resurgirán. ¿Qué instintos? ¿Los que impulsan al esclavo a matar al amo? ¿Cómo no reconoce su propia crueldad dirigida contra él mismo? ¿Cómo no reconoce en el salvajismo de esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han absorbido por todos sus poros y del que no se han curado? 

La razón es sencilla: ese personaje déspota, enloquecido por su omnipotencia y por el miedo de perderla, ya no se acuerda que ha sido un hombre: se considera un látigo o un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las «razas inferiores» se obtiene mediante el condicionamiento de sus reflejos. 

No tiene en cuenta la memoria humana, los recuerdos imborrables; y, sobre todo, hay algo que quizá no ha sabido jamás: no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros. ¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abrían los ojos, los hijos han visto cómo golpeaban a sus padres. En términos de psiquiatría, están «traumatizados». Para toda la vida. 

Pero esas agresiones renovadas continuamente, lejos de llevarles a someterse, los ponen en una contradicción insoportable que el europeo pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se les domestique, aunque se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre, no se provocará en sus cuerpos sino una rabia volcánica cuya fuerza es igual a la de la presión que se ejerce sobre ellos. 

¿Decíais ustedes que no conocen sino la fuerza? Es cierto; primero será solo la del colono y pronto la suya propia: es decir, la misma, que incide sobre nosotros como nuestro reflejo que, desde el fondo de un espejo, viene a nuestro encuentro. 

No os equivoquéis; por esa rabia, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes que temen desencadenarse, son hombres: para el colono, que los quiere esclavos, y contra él. 

Todavía ciego, abstracto, el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata de embrutecerlos, no puede llegar a romperlo porque sus intereses lo detienen a medio camino; así, los falsos indígenas son todavía humanos, por el poder y la impotencia del opresor que se transforman, en ellos, en un rechazo obstinado de la condición animal. Por lo demás ya se sabe; por supuesto, son perezosos: es sabotaje. Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus pequeños hurtos marcan el comienzo de una resistencia todavía desorganizada. 

Eso no basta: hay quienes se afirman lanzándose con las manos desnudas contra los fusiles; son sus héroes y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se les mata: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas aterrorizadas. 

Aterrorizadas, sí: en ese momento, la agresión colonial se interioriza como Terror en los colonizados. No me refiero solo al miedo que experimentan frente a nuestros inagotables medios de represión, sino también al que les inspira su propio furor. 

Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre reconocen porque no es, en principio, su violencia: es la nuestra, que nos revierte, que crece y los desgarra; y el primer movimiento de esos oprimidos es ocultar profundamente esa inaceptable cólera, reprobada por su moral y por la nuestra y que no es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad. 

Leed a Fanon: comprenderéis que, en el momento de impotencia, la locura homicida es el inconsciente colectivo de los colonizados. 

Esa furia contenida, al no estallar, gira continuamente y daña a los propios oprimidos. Para liberarse de ella, acaban por matarse entre sí: las tribus luchan unas contra otras al no poder enfrentarse al verdadero enemigo -y, naturalmente, la política colonial fomenta sus rivalidades; el hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez por todas la imagen detestada de su envilecimiento común. 

Pero esas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de sangre; solo evitarán lanzarse contra las ametralladoras haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar el progreso de esa deshumanización que rechazan. 

Bajo la mirada divertida del colono, se protegerán contra sí mismos con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos mitos terribles o ligándose a ritos meticulosos: así, el obseso evade su exigencia profunda, infligiéndose manías que lo ocupan en todo momento. Bailan: eso los ocupa; les ayuda a relajar sus músculos dolorosamente contraídos y además la danza simula secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el No que no pueden decir, los asesinatos que no se atreven cometer.

En ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo convierten en un arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las loas, los santos de la santería descienden sobre ellos, gobiernan su violencia y la gastan en el trance hasta el agotamiento. 

Al mismo tiempo, esos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la alienación colonial aumentando la alienación religiosa. 

El único resultado a fin de cuentas, es que se acumulan ambas alienaciones y que cada una refuerza la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, los alucinados creen, un buen día, que han escuchado la voz de un ángel que los elogia; pero los denuestos no desaparecen,: en lo sucesivo, se alternan con los elogios. 

Es una defensa y el final de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina a la demencia. Añadir a esto, en el caso de algunos desgraciados rigurosamente seleccionados, ese otro trance del que he hablado más arriba: la cultura occidental. 

En su lugar, vosotros os diréis, preferiría mis zars a la Acrópolis. Bueno, eso quiere decir que lo habéis comprendido. Pero no del todo, sin embargo, porque vosotros no os encontráis en su lugar. Todavía no. Si no, sabríais que ellos no pueden escoger: acumulan. 

Dos mundos, es decir, dos trances: se baila toda la noche, al alba se apretujan en las iglesias para oír misa; día a día, la grieta se ensancha. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos hacen lo mismo. La condición del indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono entre los colonizados, con su consentimiento.

Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y explota, vosotros lo sabéis como lo sé yo. Vivimos en la época de la deflagración: basta que el aumento de los nacimientos acreciente la miseria, que los recién llegados tengan más miedo de vivir que de morir, y entonces el torrente de violencia rompe todas las barreras.

 En Argelia, en Angola, se mata a los europeos a la vista de todos. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de costumbre, no comprendemos que es la nuestra.

Los «liberales» se quedan confusos: reconocen que no éramos lo bastante corteses con los indígenas, que habría sido más justo y más prudente otorgarles ciertos derechos en la medida de lo posible; no pedían otra cosa sino que se les admitiera a todos y sin padrinos en ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco no los respeta en mayor medida que a los malos colonos.

La izquierda metropolitana se siente molesta: sabe la lo que realmente les espera a los indígenas, la opresión sin piedad de que son objeto y no condena su rebeldía, sabiendo que hemos hecho todo por provocarla.

Pero de todos modos, piensa, hay límites: esos guerrilleros deberían esforzarse por mostrarse caballerosos; sería el mejor medio de probar que son hombres. A veces los reprende: «Vais demasiado lejos, no seguiremos apoyándoos»; a ellos no les importa; para lo que sirve el apoyo que se les presta, ya pueden metérselo donde les quepa.

Desde que empezó su guerra, comprendieron esa rigurosa verdad: todos valemos lo que somos, todos nos hemos aprovechado de ellos, no tienen que probar nada, no harán distinciones con nadie. Un solo deber, un objetivo único: expulsar al colonialismo por todos los medios.

Y los más sagaces de entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a admitirlo, pero no pueden dejar de ver en esa prueba de fuerza el medio inhumano que los subhombres han asumido para lograr que se les otorgue carta de humanidad: que se les otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios pacíficos, de merecerla.

Nuestras bellas almas son racistas. Ellas aprenderán al leer a Fanon; demuestra plenamente que esa violencia irreprimible no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre recomponiéndose. Esta verdad, me parece, la hemos conocido y la hemos olvidado: ninguna benignidad borrará las señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas.

Y el colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas. Cuando su ira estalla, recupera su transparencia perdida, se reconoce en la medida en que él mismo se hace; de lejos, consideramos su guerra como el triunfo de la barbarie; pero procede por sí misma a la emancipación progresiva del combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas coloniales. Desde que empieza, es una guerra sin piedad. O se sigue aterrorizado o se es terrible; es decir: o se abandona a las disociaciones de una vida rota o se conquista la unidad ancestral. Cuando los campesinos tienen en sus manos los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad.

Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar a dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y un oprimido: queda un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente la tierra de su nación bajo sus pies. En ese instante, la Nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él está, nunca más lejos, se confunde con su libertad. 

Pero, tras la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: hay que unirse o dejarse masacrar. Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer; primero porque ponen en peligro la Revolución y, más profundamente, porque no tenían otra finalidad que dirigir la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten -como en el Congo- es porque son alimentadas por los agentes del colonialismo.

La Nación se pone en marcha: para cada hermano se halla dondequiera que combaten otros hermanos. Su amor fraternal es lo contrario del odio que os tienen a vosotros: son hermanos porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la «espontaneidad», la necesidad y los peligros de la «organización». 

Pero, cualquiera que sea la inmensidad de la tarea, a cada paso de la empresa se profundiza la conciencia revolucionaria. Los últimos complejos desaparecen: que vengan a hablarnos del «complejo de dependencia» en el soldado del ELN (Ejército de Liberación Nacional). Liberado de sus muletas, el campesino toma conciencia de sus necesidades: ellos lo mataban, pero él trataba de ignorarlos; ahora los descubre como exigencias infinitas.

En esta violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas no pueden distinguirse. La guerra -aunque solo fuera planteando el asunto del mando y las responsabilidades- instituye nuevas estructuras que serán las primeras instituciones de la paz.

He aquí, pues, al hombre instaurado en nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada día en el fuego mismo: con el último colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie minoritaria desaparece y cede su lugar a la fraternidad socialista.

Y esto no basta: este combatiente quema las etapas; por supuesto no arriesga su piel para encontrarse al nivel del viejo «metropolitano». Tiene mucha paciencia: quizá sueña con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero en realidad no cuenta con eso: es un pordiosero que lucha, en su miseria, contra ricos fuertemente armados.

En espera de las victorias decisivas y con frecuencia sin esperar nada, hostiga a sus adversarios hasta el hastío. Esto no se hace sin espantosas pérdidas; el ejército colonial se vuelve feroz: ocupa los barrios con redadas, realiza controles masivos, reagrupamientos, expediciones punitivas; asesina a mujeres y niños.

Él lo sabe: ese hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; se sabe muerto en potencia. Lo matarán: no solo acepta el riesgo sino que tiene la certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a su mujer, a sus hijos; ha visto tantas agonías que prefiere vencer a sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está demasiado cansado.

Pero esa fatiga del corazón es la fuente de un increíble valor. Encontramos nuestra humanidad más allá de la muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte.

Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.

Aquí se detiene Fanon. Ha mostrado el camino: portavoz de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del continente africano contra todas las discordias y todos los particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir integralmente el hecho histórico de la descolonización, tendría que hablar de nosotros, y ese no es, sin duda, su propósito. 

Pero, cuando cerramos el libro, continúa en nosotros, a pesar de su autor, porque experimentamos la fuerza de los pueblos en revolución y respondemos con la fuerza. Hay, pues, un nuevo momento de violencia y es hacia nosotros, esta vez, hacia donde debemos mirar porque esa violencia nos está cambiando en la medida en que el falso indígena cambia a través de ella.

Que cada cual reflexione como quiera, con tal de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor distracción del pensamiento es una complicidad criminal con el colonialismo.

Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre todo, porque no se dirige a nosotros. 

Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros. 

Debemos volver la mirada hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en nosotros. 

Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo.

Aquí está, desnudo y no agradable de ver: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no violencia!: ni víctimas ni verdugos! 

Veamos: si vosotros no sois víctimas, cuando el gobierno que habéis aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han servido vuestros hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han emprendido un «genocidio», entonces indudablemente sois verdugos. 

Y si preferís ser víctimas, arriesgaros a uno o dos días de cárcel, simplemente optaréis por salir a flote. No podréis hacerlo: tenéis que permanecer allí hasta el final.

Debéis comprenderlo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada «no violencia» podría poner fin a la querella.

Pero si el régimen en su totalidad e incluso vuestras ideas no violentas están condicionadas por una opresión milenaria, vuestra pasividad no sirve más que a alinearos al lado de los opresores. Sabéis que somos unos explotadores.

Sabéis que nos hemos apoderado del oro y de los metales y el petróleo de los «nuevos continentes» para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla.

Europa, cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado de la explotación colonial.

Ese continente rico y lívido acaba por caer en lo que Fanon llama justamente el «narcisismo». Cocteau se irritaba con París, «esa ciudad que habla todo el tiempo de sí misma». ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese monstruo supereuropeo, Norteamérica? 

Qué palabrería: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué se yo? Esto no nos impedía mantener al mismo tiempo un discurso racista: cochino negro, cochino judío, cochino moro.

Los buenos espíritus, liberales y tiernos -los neocolonialistas, en una palabra- pretendían sentirse asqueados por esa inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente, entre nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos.

Mientras existió la condición de indígena, la impostura no se desenmascaró; se encontraba en el género humano una abstracta formulación de universalidad que servía para encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años quizá, alcanzarían nuestra condición. En resumen, se confundía el género con la élite. 

Actualmente el indígena revela su verdad; de repente, nuestro club tan cerrado revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Y todavía peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una mafia. Nuestros queridos valores pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre.

Si necesitáis un ejemplo, recordar las grandes frases: ¡cuán generosa es Francia! ¿Generosos, nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos? Y la tortura. Pero comprender que no se nos reprocha haber traicionado no sé qué misión simplemente porque no teníamos ninguna.

Es la generosidad misma la que se pone en duda; esa hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido: condición otorgada. 

Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Todos tienen todos los derechos. Sobre todos y nuestra especie, cuando un día llegue a ser, no se definirá como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad infinita de sus reciprocidades. 

Aquí me detengo; vosotros podéis seguir sin dificultad. Basta mirar de frente, por primera y última vez, nuestras aristocráticas virtudes: se mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la aristocracia de subhombres que las han engendrado?

Hace años, un comentador burgués -y colonialista- para defender a Occidente no pudo decir nada mejor que esto: «No somos ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos». ¡Qué confesión! 

En otra época, nuestro Continente tenía otros salvavidas: el Partenón, Chartres, los Derechos del hombre, la esvástica.

Ahora sabemos lo que valen: y ya no pretenden salvarnos del naufragio sino a través del muy cristiano sentimiento de nuestra culpabilidad.

Es el fin, como veréis: Europa hace aguas por todas partes. ¿Qué ha sucedido?

Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y que ahora somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en camino; lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su realización.

Hace falta aún que las viejas «metrópolis» intervengan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla perdida de antemano. Esa vieja brutalidad colonial que sido la causa de la dudosa gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al final de la aventura, decuplicada, insuficiente. Se envía al ejército a Argelia y allí está desde hace siete años sin resultados.

La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos, la ejercíamos Prefacio xi sin que pareciera alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros, los hombres, nuestro humanismo permanecía intacto; unidos por las ganancias, los metropolitanos bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas partes, se revuelve contra nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. 

La involución comienza: el colonizado se recompone y nosotros, ultras y liberales, colonos y «metropolitanos» nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo están al desnudo: se muestran al descubierto en las atrocidades realizadas en Argel.

¿Dónde están ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el tam-tam: las bocinas corean «Argelia francesa» mientras los europeos queman vivos a los musulmanes.

No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras se afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se mata entre sí, decían, eso no es normal; la corteza cerebral de los argelinos debe estar subdesarrollada.

En África central, otros psiquiatras han establecido que «el africano utiliza muy poco sus lóbulos frontales». Ésos sabios deberían proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. 

Porque también nosotros, desde hace algunos años, debemos estar afectados de pereza frontal: los patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen volar en trozos al conserje y su casa. No es más que el principio: la guerra civil está prevista para el otoño o la próxima primavera.

Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en perfecto estado: ¿no será, más bien, que al no poder aplastar al indígena, la violencia se vuelve sobre sí misma, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida?

La unión del pueblo argelino provoca la desunión del pueblo francés; en todo el territorio de la antigua metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el combate.

El terror ha salido de África para instalarse aquí: porque hay personas furiosas que quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena y después están los otros, todos los demás, igualmente culpables -después de Bizerta, después de los linchamientos de septiembre, ¿quién salió a la calle para decir: basta?- pero más sosegados: los liberales, los más duros de los duros de la izquierda blandengue.

También a ellos les sube la fiebre. Y la rabia. ¡Pero qué espanto! Disimulan su rabia con mitos, con ritos complicados; para retrasar el ajuste de cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del país a un Gran Brujo cuya responsabilidad es mantenernos a cualquier precio en la oscuridad.

Nada se logra; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia no para: un día está presente en Metz, al día siguiente en Burdeos; aquí, allá, ¿dónde será la próxima vez? 

Ahora nos toca, a su vez, recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena.

Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre. 

Esto no sucederá: no, es el colonialismo decadente el que nos posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es nuestro zar, nuestra loa.

Y al leer el último capítulo de Fanon os convenceréis de que vale más ser un indígena en el peor momento de la desdicha que un ex colono.

No es bueno que un funcionario de la policía se vea obligado a torturar diez horas diarias: a ese paso, sus nervios llegarán a quebrarse a no ser que se prohíba a los verdugos, por su propio bien, hacer horas extraordinarias. 

Cuando se quiere proteger con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que este desmoralice sistemáticamente a aquella. Ni que un país de tradición republicana confíe a cientos de miles de sus jóvenes a oficiales golpistas.

No es bueno, compatriotas, vosotros que conocéis todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que digáis nada a nadie, ni una sola palabra, ni siquiera a vuestra propia alma, por miedo a tener que juzgaros vosotros mismos. 

Al principio vosotros ignorabais, quiero creerlo, después habéis dudado, y ahora sabéis, pero seguís callados. Ocho años de silencio degradan.

Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que no se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra repugnancia y complicidad.

Basta, actualmente, que dos franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo uno... Francia era antes el nombre de un país, tengamos cuidado que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis. 

¿Sanaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha infligido. En este momento estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo.

Felizmente esto no basta todavía a la aristocracia colonialista: no puede concluir su misión retardataria en Argelia sin colonizar primero a los franceses. 

Cada día retrocedemos frente a la contienda, pero podéis estar seguros que no la evitaremos: ellos, los asesinos, la necesitan; van a seguir revoloteando a nuestro alrededor, a seguir golpeando indiscriminadamente.

Así se acabará la época de los brujos y los fetiches: tendréis que luchar o pudriros en los campos.

 Es el momento final de la dialéctica: condenáis esta guerra, pero no os atrevéis todavía a declararos solidarios de los combatientes argelinos; no tengáis miedo, los colonos y los mercenarios os obligarán a dar este paso.

Quizá entonces, acorralados contra la pared, liberaréis por fin esa nueva violencia suscitada por los viejos crímenes que rezuman. Pero eso, como suele decirse, es otra historia.

La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo. 

Jean-Paul Sartre 

Septiembre de 1961
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