jueves, 30 de enero de 2014

La voz del Búho - Néstor Elias


Esa noche sentí que la humanidad toda estaba empezando a perder la razón.

No sé si fue el noticiero de la tarde, la conversación familiar, o la película de trasnoche, pero era evidente que había una superproducción de absurdos en ese cóctel diario.

Sin embargo, la pregunta que me invadía era, porque a pesar de todo la gente es capaz de permanecer inmóvil ante lo desagradable e insistir en sostener una actitud casi ideológica al respecto, cómo si eso fuera lo que está bien. ¿Quién puede saber que está bien y que no, en ese estado?

Aún en la penumbra de la incomprensión decidí acostarme e intentar dormir. Temía que la noche iba a ser larga a pesar de las pocas horas que tenía para reponer mis fuerzas en un descanso que esperaba fuera reparador.

El día había sido un disparador bestial de noticias desagradables y torpes, donde los medios tuvieron rating asegurado en los devaneos de los por qué y los quién sabe. En medio de la noche me desperté sobresaltado.

Estaba soñando con un niño afgano que pedía a gritos ayuda. El niño del sueño se parecía a mi hijo cuando tenía seis años, aunque su aspecto se veía seriamente afectado por lo que parecía haber sido un bombardeo. Lo cierto es que el niño me gritaba y yo lo veía, y lo escuchaba y por supuesto no podía dejarlo allí en esa deplorable situación. Mi sueño no lo toleró y me desperté.

Era extraño lo que sentía, ya que al instante de abrir los ojos sentí un profundo dolor y una entrañable tristeza por no haberlo podido ayudar, a la vez que empezaba a sentir cierto alivio por saber que todo había sido un simple sueño, una pesadilla como le suelen llamar. Sin embargo, a poco de estar despierto no lograba sacarme la sensación de tristeza que ese niño me había logrado producir.

Me preguntaba muchas cosas. Por ejemplo quería saber si otra gente tendría sueños así, o si Bush por ejemplo lograría ver la cara de ese niño alguna vez, y de ser así si lograría sentir algo humano... me preguntaba si en el interior de la selva colombiana, o de la puna jujeña o porque no en el centro del Distrito Federal de México alguien pensaría en aquellas bombas y sus consecuencias. La sensación seguía allí. No era agradable. Más bien empezaba a hacerse considerablemente desagradable.

Fui a mi empleo, trabajé como todos los días y al mediodía salí a almorzar. Me senté en un bar donde sirven buena comida casera y pedí un plato de pollo con ensalada al tiempo que ojeaba las imágenes del canal de noticias televisivas que se esforzaba por arruinarle la comida a todos los comensales de esta parte del mundo, con asuntos que llegaban desde el otro lado del globo. Sin embargo no lograba ver en la cara de los que allí estaban un rostro de espanto como el de aquel niño del sueño.

Llegó mi pollo y me dediqué a saborear la dorada presa con el gusto de hacer esa necesaria pausa que el trabajo audiovisual requiere, para lograr relajar los sentidos. Al momento empecé a sentir nuevamente la sensación de tristeza que había acompañado mi mañana.

Pensé desde ese estado y mirando mi comida, si aquel niño tendría la opción de comer una presa de pollo como aquella que yo estaba comiendo. La sensación aumentó. Miraba alrededor y no veía la misma preocupación en el resto de la gente. Cada cual estaba en su mundo y en esos mundos aislados no entraban las cuestiones de los demás, a menudo ni siquiera entraban los demás. Intenté seguir con mi almuerzo pero no lo logré.

Allí en ese preciso momento, desde el televisor me dispararon al corazón con la noticia de un nuevo bombardeo en Afganistán y la muerte de más de un centenar de civiles entre los cuales la mayoría eran niños.

Me preguntaba, ¿cómo comer así? miré a la gente y casi todos seguían comiendo. Me pregunté si aquel niño de mi sueño, estaría en esa matanza. Si alguien habría logrado salvarlo. Si estaría muerto.

Pagué y me fui del bar. Caminé mucho antes de volver al canal. Pasé por plaza Serrano y vi varios niños jugando, todos se parecían a mi hijo en sus distintas edades.

Me pareció comprender que en alguna medida me sentía el padre de todos y eso estaba bien adentro de mi corazón. Los veía reírse y disfrutar del sol. Me parecía entender que los juegos de la plaza eran su bálsamo frente a tanta soledad inducida.

Ya en la isla de edición, debía volver a mi trabajo. Lo que yo sabía hacer era editar vídeo y eso era lo que iba a hacer. Para eso me pagaban.

A poco de retomar mi tarea uno de los monitores me empezó a dar nuevas imágenes de aquella absurda guerra, que a cada minuto empezaba a ser algo más mía. Otra vez más bombardeos, y explicaciones sobre lo inexplicable, y otra vez las personas destrozadas como si se tratara de una cruenta película de ficción. Me distraje de mi actividad por un momento para ver si aparecía aquel niño del sueño... mi niño a estas alturas. No pude verlo.

En cambio vi decenas de cadáveres destrozados y otra vez me volví a preguntar sobre quienes serían esas personas. ¿Estaría entre ellos tal vez, la abuela de mi niño? Ella podría ser mi madre, ¿estaría allí, entre esos muertos inocentes mi madre? ¿Qué mal podría haber hecho mi madre, más que vivir en un lugar que resultaba ser buen negocio para los inescrupulosos?.

Llamé a mi madre por teléfono y comprendí que yo podía tener muchas madres, porque al igual que en la mañana no lograba sacarme de encima ese manto de tristeza que me dejaba aquel nuevo bombardeo, a pesar de notar en la voz de mi madre, que ella no estaba al tanto de las últimas noticias.

En la noche sentía que tal vez en un nuevo sueño podría salvar a mi niño, cambiarle esa expresión de espanto y de soledad que guardaba de él.

Esa posibilidad me hacía ligeramente feliz, me hacía sentir vivo. Era increíble que tuviera que depender de un sueño para ser algo más feliz.

Me preguntaba si el común de la gente no vivía en ese estado de semi-sueño en el que se la percibía, justamente para sentir al menos algo de aparente felicidad. Sin embargo, la noche volvía a colocar todas las piezas en su punto de partida para empezar a concretarse.

Así el noticiero volvía al ataque con las noticias del desaliento, la mesa familiar seguía su infortunio y la película de trasnoche una vez más no sería digna de ver.

El aire de la noche era cálido y desde lejos se sentía la presencia de un búho. Debía estar en algún árbol cercano a la ventana, aunque quien sabe. Nunca había escuchado tan claramente ese sonido en la ciudad. La hora avanzaba indefectiblemente hacia el momento de dormir.

Lo único que se sentía era el sonido del búho. Pensé que en otras partes del mundo estarían escuchando sirenas, o estruendos, tal vez desayunando misiles o almorzando bombas.

Sin embargo yo sólo escuchaba al búho, que se me antojaba una señal de llamador, de esas que te mantienen alerta por las dudas.

Me preguntaba si alguien no me habría enviado ese búho para mantenerme alerta. Pero, ¿por qué debería estar alerta? Me preguntaba y por supuesto encontraba cientos de respuestas.

Entre todas me gustó elegir una que me explicaba que ese búho me había sido enviado desde muy lejos, desde la frontera de Afganistán por un niño pequeño, de unos seis años de edad, llamado posiblemente Mahmud.

Él me había enviado el búho en agradecimiento por mi ayuda en la guerra, y como sabía que la guerra iba a ser mucho más larga y más extensa de lo que hoy era, él quería que yo me encontrase siempre a resguardo para seguir ayudando a otros niños y mujeres y ancianos en los tiempos venideros.

La noche nunca logró su preciado descanso desde entonces.











Imagen:  Néstor Elias, escritor, periodista, humanista, y luchador por los derechos humanos.

Néstor Elias (blog Oficial) -  http://eliasnestor.blogspot.com.ar/


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Extraído del muro de Maricel Ortiz en Facebook _______________________________________________________________________
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